No hace tanto, si alguien hubiera dicho que un personaje como François Hollande podía encarnar la esperanza de millones de europeos en un comienzo de rebelión contra el asfixiante estado de las cosas, habría sido tomado por loco.
Nada en su físico de probo funcionario o comerciante, en su carácter pragmático y consensual o en su visión política de tibio centroizquierda, hacen de Hollande un genio del panache como Cyrano de Bergerac, un gigante histórico como De Gaulle o un artista florentino de la política como Mitterrand. Y sin embargo, signo de estos tristes y mediocres tiempos, Hollande es ahora percibido a lo largo y ancho del Viejo Continente como el único Astérix posible que, desde la siempre indómita aldea gala, se alce contra el imperio germano de la austeridad y los recortes, y proponga el estímulo del crecimiento y el empleo como primer objetivo económico colectivo.
En la memoria reciente, ninguna elección presidencial francesa ha tenido una dimensión tan continental como la presente. Berlín, Francfort, Bruselas, París, Londres,
De llegar al Elíseo, el socialista Hollande podría convertirse en la hoy inexistente alternativa continental a la conservadora Angela Merkel. Allí donde la canciller no quiere ni oír hablar de que el sector financiero contribuya tanto como el común de los mortales a la salida de una crisis que él mismo ha provocado, Hollande insistiría en que debe arrimar el hombro. Allí donde la primera solo cree inaplazable que el resto de los europeos consigan sanear las cuentas públicas, el segundo desearía añadir el crecimiento económico.
Hollande cree que hay
un error de diagnóstico
y de tratamiento.
El dogma de la austeridad está asfixiando al enfermo
Como decía aquel padre intelectual de la independencia estadounidense que fue Thomas Paine, hay momentos en que el sentido común se convierte en revolucionario. Es lo que le está ocurriendo al moderado Hollande. No hace sus propuestas por izquierdismo ideológico, chovinismo galo, ganas de romper el eje París-Berlín o antieuropeismo; lejos de él tales ideas. Lo hace para intentar detener eso que Paul Krugman llama “el suicidio económico europeo”, algo que, al otro lado del Atlántico, lleva tiempo inquietando a la Casa Blanca de Obama y que acaba de ser explicitado hasta por el FMI: tanta austeridad, tanto ajuste, tanto recorte del gasto público (y del consumo privado) están ahogando al enfermo.
Hollande es de los que creen que se ha producido un grave error de diagnóstico y, en consecuencia, de tratamiento. El enfermo europeo tiene un tumor grave (crecimiento y empleo), pero el equipo médico del que Merkel es la cabeza más visible le está tratando exclusivamente de otro de sus problemas: el sobrepeso (déficit y deuda). Y, claro, la reducción dramática de la dieta del paciente ha agravado el jamás abordado mal primario. A ello han contribuido intereses pecuniarios (los llamados mercados), el fundamentalismo ideológico neoliberal (cuanto menos Estado, mejor) y las obsesiones contables alemanas (mínima inflación y déficit cero).
Cuando estalló la crisis, Merkel vio llegada la oportunidad de germanizar presupuestariamente Europa. Sarkozy se le asoció y los demás gobiernos conservadores del continente se les sumaron con mayor o menor entusiasmo. Lo sintetizaron en una idea aparentemente indiscutible: el Estado no puede gastar más de lo que ingresa, debe ser austero. Sí, claro, pero según dónde, cómo y cuándo. En recesión, la mucha austeridad termina agravando la recesión. Y, además, ¿no cabe explorar la posibilidad de recaudar más pescando en ricos caladeros fiscales ahora vetados?
Una rebelión de la aldea gala contra Merkel encontraría aliados.
A España y a otros países les vendría muy bien
Merkel y los mayoritarios conservadores de Bruselas y los gobiernos europeos han ninguneado a Hollande en esta campaña. Sarkozy, por su parte, ha querido asustar a sus compatriotas sugiriendo que, de ganar el candidato socialista, el ataque de los mercados contra Francia sería de tal envergadura que ese país se convertiría en Grecia o España. Y a través de sus portavoces mediáticos, los mercados han advertido de que no solo no les gustan las propuestas de Hollande, sino tampoco las de Sarkozy. Ellos quieren menor gasto público, impuestos aún más bajos para los ricos, más recortes de derechos sociales, más privatizaciones, rebajas de salarios para los trabajadores que no sean directivos, una jubilación más tardía y una menor regulación de las actividades financieras y económicas. Lo de siempre.
Pero, a tenor de los sondeos, una mayoría de los franceses no parece haberse asustado y hasta el mismo Sarkozy ha tenido que virar a babor y sumarse esta misma semana a la causa de que el Banco Central Europeo empieza a trabajar a favor del crecimiento económico.
Hollande, ha escrito Miguel Mora en este periódico, se ha convertido en “la gran esperanza de muchos europeos para cambiar la historia”. Su rebelión contra el Berlín de Merkel podría encontrar aliados más o menos explícitos. A España le vendría muy bien, y ya no digamos a Grecia y Portugal. Su insurrección también podría llegar a Alemania, donde el SPD pide un cambio de rumbo europeo en la dirección del crecimiento y el empleo. Y, atención, es posible que los socialdemócratas ganen las elecciones alemanas de 2013 o cosechen tal ascenso que Merkel se vea obligada a pedirles apoyo para un gobierno de coalición. Incluso puede llegar un momento en que el sector exportador germano sea el que pida a gritos la reactivación al constatar que sus pedidos se hunden espectacularmente en media Europa.
¿Quién sabe? También puede ocurrir lo contrario. De momento, los electores franceses tienen la palabra. Paradójicamente, si escogen al hombre menos carismático que pueda imaginarse, Hollande, su decisión podría tener un profundo alcance europeo. Podrían volver a hacer historia.
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